Era un muchacho que no sabía leer y sin embargo, todos los días, ingresaba a la biblioteca y se quedaba tres horas o cuatro frente a un mismo libro. Al principio le solicitaba a algún lector al azar que hiciera lo propio en voz alta, después de un tiempo ya no hubo tanto problema. Únicamente volvía a molestar a alguien cuando arribaba a un texto nuevo a los anaqueles, de resto, ya los había memorizado todos el viejo ese.
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