Horrorizado por la abominación de que sus ojos estaban siendo testigos, el hombre
no lograba sino chocar con sentimientos repulsivos y nauseabundos sobre lo que
esta nueva desgracia representaba para él. Las cuatro cuadras que caminaba
cotidianamente para llegar a su oficina amarilla, al menos hubieran valido un
poco la pena si hubiera traído consigo un balde con agua, esponja y jabón; fue
lo primero que se le vino a la mente cuando descubrió su nave cubierta de lo
que cualquier parroquiano reconocería como excremento de ave. Pero esta obra
maestra de arte abstracto no parecía ser acto de una paloma transeúnte; no, por
la magnitud de la mierda aplastada y chorreada en el vehículo, se sugería que
el tamaño del ave debiera ser más grande; podría adjudicársele a un gallinazo,
o mas bien a una pandilla de gallinazos, o mejor todavía, a una pandilla de
gallinazos enfermos de diarrea.
Inmóvil al lado de su espantoso taxi, mientras era víctima de la burla
maliciosa y medio disimulada de la gente, contemplando la mierda que debía
proceder a limpiar pronto, le hubiera gustado personalmente cagarse él sobre
cada uno de los burleteros: tanto sobre las ancianas chismosas de los balcones
a media cuadra, como en los pubertos desadaptados que reían desde la esquina
más alejada. En toda la gente hubiera defecado de buena gana y hasta con
entusiasmo, menos en el niño pequeño que se avecinaba usando uniforme de
escuela y una lonchera que le combinaba. Al pasar por su lado, la risa
del chiquillo era mas bien una carcajada, sin embargo se sentía inofensiva
porque, a diferencia de los demás, reía del auto más no del conductor.
Sintiéndose impotente y casi en cólera, el taxista comenzó a preguntarse para
sus adentros: <> y fue entonces cuando escuchó al pequeño que contemplaba la
presunta mierda de gallinazo decir: “Menos mal que las vacas no vuelan”
lográndole robar una sonrisa, justo en el momento en que jamás hubiera pensado
en reír.
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